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viernes, 19 de octubre de 2012

Los que se habían perdido






Los que se habían perdido.

En 1869, Asunción estaba sumisa al desgaste, por el paso de la guerra grande. Si bien el azahar seguía siendo enigmático en esas tierras criollas de tierra colorada, desde el Ministerio de guerra se presagiaba la ocupación, el fin, la mordaza a un pueblo casi ausente y la muerte de una patria, de un mariscal austero y de ciudadanos enamorados del dolor.

Asunción, de ancianos, niños y minusválidos, se dispersaba, sin ninguna distensión en la búsqueda de alimentos, ropas y en la secreta elaboración de escapes a los brasileros invasores, que venían con sus bayonetas sedientas y sus bolsillos vacíos. Eran tiempos duros, tristes y sin canciones que no evoquen, en cierta manera, onomatopéyicas situaciones y lágrimas que hasta a los seres más profundos, resolvían la quietud y presagiaban la tormenta en el aire espeso, tácito, lúgubre.

Arístides, conocido como “Ari” era un antiguo miembro del ejército, que de los disparos de los cañones en las primeras campañas ofensivas al norte, de su caballo cayó, y mediante el estallido de la pólvora cristalizada, perdió la vista, quedando sus ojos morochos en escala de grises matizados.

Arístides, antes de la guerra era profesor, gustaba la literatura y era uno de los preferidos pianistas de las tardes de domingo en el puerto de Asunción. Dicen los cronistas, que Arístides, que si bien perdió los ojos, jamás perdió su sonrisa y su facilidad con los versos. Flaco, alto, muy delgado, conspicuo y seductor, según las propias crónicas citadas, “Ari” natal de Misiones, había acudido al llamado de su patria de muy joven, en los primerizos años de la independencia Patria. Su habilidad con el caballo, montado, sin espuelas ni lazos, sin guacha ni riendas, era asombrosa, tanto, como su facilidad con los tonos y semitonos de las polcas de la época dorada y algún destello de música clásica de periodos pasados. Se decía en esos días que el mismo Gaspar Rodríguez con sus últimos suspiros de vida, había solicitado la presencia del entonces adolescente Arístides, para deleitarlo con el conocimiento innato de las variaciones melódicas, y que sus interpretaciones fueron pagadas con enseñanzas y la apertura, libre, en la época del dictador, de los libros guardados y prohibidos, en el Paraguay indemne e independiente.

La lectura, los caballos y el piano, no había mucho más que hacer en esos años. Traducciones de Dickens, Shakespeare o aquellos de la generación del 37, iluminaron al joven en los años del romanticismo. Conoció en pocas clases a Chopin y dicen llegó a leer el principio de las obras de Wilde, libros recitados por vendedores europeos de fragancias, bebidas, elixires y pócimas médicas y armas. Antes de estallar la guerra y ser miembro del ejército y caballería paraguaya, con los bravos hombres, que acompañaron a López a cruzar el Río, y atacar el Norte y morir por la patria, Arístides, como cualquiera tenía sus sueños, sus pecados.

Al quedar des-afectado del frente, por orden de sus superiores, intentó seguir peleando, con estériles intenciones de cabalgar, de ser útil. Volvió a Asunción y había quedado olvidado, sin piano, sin poder leer, ya no montaba, y vivía de dadivas de las varias viudas que lo visitaban, en los corredores de la planta baja, del edificio que hoy se encuentra en las intersecciones de Palma y Garibaldi. Jovial, locuaz, melancólico y triste a la vez, y de espontaneidad tan profunda, fue el paño de lágrimas de mujeres, consuelo de abandonas enamoradas terrenales, que hablaban, lo abrazaban, y el, respetuoso, al terminar la disertación de la desesperada, recitaba versos hermosos, o silbaba melodías del renacimiento europeo, sin error y con la armonía de un pianista experto.

“El Arte es este mundo” era como su propio axioma.

Las mujeres, que con su intuición inexpresable, sabían que había un dolor mayor y no era sólo haber dejado de ver, y que los versos, prosas y ensayos orales no proveían satisfacción y que la amabilidad de un ser descendía de un corazón lastimado.

En la guerra y en el desamor el cuchicheo de los sobrevivientes es más cruel y real que los avisos oficiales del gobierno. Una ciudad a capela, un mundo de calles solitarias, vuelo de aves, vientos y lluvias pasajeras. La nada, que se adueña de lo que no tiene dueño.

Los anti francistas, en años anteriores, según los rumores oficiales, de los que no fueron fusilados, exiliados o amordazados, decían que se habían construidos una serie, de túneles y pasadizos conspiratorios, dignos de pocos conocedores y viajeros íntimos de éstos pasajes. Al caer la noche, muchas personas que no enterraban sus preciados bienes materiales, veían como mujeres y algún sobreviviente más, se agrupaba a escuchar a Arístides, silbar sonatas, conciertos para pianos y polcas. Algunos, siguiendo los rumores, decían que era conocedor de los secretos laberintos enterrados, de los comienzos y finales de éstos.

El ejército invasor puso sus armas y bombas desde la desembocadura del Manduvirá, llegando río abajo a la península que albergó alguna vez a Salazar y Espinoza. Caín, Abel, David, Goliat, no hay historias en esta historia que se asemejen, ni llantos por llorar que descarguen la tristeza. El pavor, el más profundo miedo, el reflejo de las almas en los remansos del río Paraguay. La muerte ya no tenía misterios.
Unos días antes, Arístides, en medio de gritos y los temblores propios de los cañonazos intentó defender sus recuerdos, disparar sin balas, dijo, y desapareció en miles enigmas y misterios, silbando canciones con alguna compañera, con algún soldado más y hasta, se cree, más personas. Después de muchos años, los siguieron buscando, a ellos, los que se habían perdido.

En las adyacentes de Palma y Garibaldi, por muchos años, se escucharon voces, risas y llantos, y los silbidos intermitentes arrullaron a muchos desesperados, a los desaparecidos y a los sobrevivientes.





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